martes, 28 de noviembre de 2023
jueves, 11 de febrero de 2010
#28
No los juzguen. Después de todo ¿sobre qué pueden ellos construir su obra si no sobre ellos mismos, sobre lo que perfectamente conocen? Si los hechos interesan en medida que lo afectan a uno, si la sonrisa más fácil es la que pregunta qué pasó y deja la respuesta para más tarde.
Es una lástima que así sea, estoy segura que en este momento más de un hombre escribe librando una batalla para que escribir signifique justamente olvidar eso perfectamente conocido. Pero es muy complicado. Aquí es donde me contradigo, porque, para ser sinceros, en mi humilde opinión, sobre lo que no se sabe es mejor callarse la boca. Es una lástima.
martes, 9 de febrero de 2010
viernes, 18 de diciembre de 2009
martes, 24 de noviembre de 2009
#25
El ser humano perderá las manos, los pies y la voz. Ya no los necesita para nada.
jueves, 24 de septiembre de 2009
NO SE LO DIGAS A NADIE
Le acarició tanto la cabeza que el pelo le quedó grasoso y sin vida. Cargada de culpa, lo revolvió en un intento por devolverlo a su forma original, pero fue inútil.
No lo hacía a propósito. Se dejaba llevar. A los nueve años, en la puerta de un teatro inmenso, había logrado abrirse camino entre la gente a manotazos hasta llegar frente a las vallas: desde el otro lado, un grupo de púberes presuntuosos saludaban a la multitud como si fueran estrellas de rock. Había uno que era su favorito. Un actorcito de cuarta, su nombre no perduró. Por primera y única vez en la vida se encontraba frente a frente con una celebridad. Cuando lo tuvo cerca desplegó los brazos desesperada: su intención era tocarlo, pero era tanta la euforia que empezó a pegarle y a tirarle de los pelos. Él inquiría al personal de seguridad con ojos aterrorizados. Ella lo empuñaba por una manga de la campera con fuerza, zamarreándolo en todas direcciones. Le gritaba que lo quería. Era lo único que podía hacer. Para desprenderse, el chico no tuvo otro remedio que abandonar su abrigo a la fiera. Resignado, lo observó desaparecer en el mar de brazos.
Tan solo algunos años atrás había montado una escena similar en una sala de cine. La habían invitado a ver El Rey León. La muerte del padre la vapuleó de tal forma que sufrió una crisis allí mismo. Aullaba. Salió de la sala a upa, golpeando con el puño la espalda de su arriero. Sentada en el hall del cine, no dijo una sola palabra. Terminó el vaso con agua bajo la mirada tímida de los confundidos empleados del lugar, que aun así la trataron como a una princesa que ignora una enfermedad terminal. Pasarían muchos años hasta que su sentido de la humillación se activase logrando que se sintiera patética. En ese momento, el concepto le resultaba incomprensible. Tragaba el agua con calma y repetía las mismas palabras, que había disfrazado de explicación: Es demasiado triste.
Sus perros habrían intentado morderla más de una vez. No aprendía la lección, insistía en llenarles la cara de besos hasta el hartazgo.
La puerta del teatro, el cine y los perros se bajaron de sus pensamientos. Parpadeó al tiempo que regresaba a la patria de la habitación y de la cabeza que le pesaba sobre las piernas. Lo hizo con la sincronización digna de un videoclip. Sintió la mata de pelo opaco y quebradizo bajo su mano. Reanudó deprimentemente la tarea de intentar devolverle la vida que le había quitado, batiendo los mechones con los dedos sin ningún resultado.
No se hablaban hacía horas. Pensó en la cantidad de personas que lo verían pasar todos los días sin mirarlo, sin saber, sin tener idea. Pensó en cuántas de ellas lo llevarían por delante. Habló. Le dijo que mejor se lavara el pelo. Lo observó meter la cabeza bajo el chorro de agua de la cocina. El cuerpo de larva. La remera blanca que de tan gastada era transparente. Trató de encontrarlo ridículo. Le costaba horrores. Si pudiera se tragaría su dolor. Lo que pensaba le resultó tan asquerosamente cursi que sonrió.
No estaba hecha para emociones fuertes.